lunes, 24 de febrero de 2014

Jugando con el bisturí

Soy una romántica. Crecí viendo a mi padre ejercer el periodismo, y le veía como un servidor. Como lo son los agricultores de la tierra delante de la cual se encorvan, como lo son las flores de que al cielo se le antoje llover. Llegaba agotado a casa, preocupado por si había recogido en su bloc todas las palabras, preocupado de si había trasladado con fidelidad todas esas palabras desde su bloc a la maqueta del periódico y pidiéndole a Dios que le perdonase si hizo justicia a la realidad que sus protagonistas le habían contado, pidiéndole que por lo menos no la hubiera deformado, porque él entiende el periodismo como una poderosa arma de denuncia que debe ser cuidadosamente disparado.

Una ya puede soportarlo todo. Quiero decir que de este mundo se puede esperar cualquier cosa: que el golpe de estado del 23 de febrero estuviera dirigido por José Luis Garci, y se puede esperar que los humanos se hayan inventado que llegaron a la luna si es que no lo hicieron y se puede esperar una invasión de extraterrestres, claro que sí. Yo lo puedo esperar pero no lo puedo ver. No estuve en el pasado y no puedo estar en todos los presentes del mundo. Por lo tanto confío mis ojos, mis oídos y toda mi confianza en unos profesionales de la información, los que yo decida, para que me transmitan la realidad porque confío en sus ojos y sus oídos como si fueran los míos. Esta relación que decido mantener con el profesional de la información es un pacto. Yo decido creerle y él debe intentar, aunque se le encorve la espalda, decirme las cosas con la mayor claridad posible, que trate de borrar de su mente todos sus deseos y vivencias y me diga qué está viendo, qué está oyendo.
Este problema que arrastro, de ver a los periodistas como servidores, me lleva a enfadarme mucho incluso con las inocentadas del 28 de diciembre. A veces son inocentes, pero creo que ningún adulto debe vivir engañado, ni siquiera un día, ni siquiera dos segundos por las personas a las que confía su derecho a la información. No es un problema de falta de sentido del humor, todo el mundo tiene un poco, simplemente es que creo que la credibilidad es una línea muy frágil y débil donde el periodista debe depositar todo el sentido de su vida y de su oficio y uno no se puede poner a jugar a experimentar hasta donde la puede estirar.
Cuando esa línea se rompe no hay nada que hacer, no hay terapeuta de parejas que lo arregle.
Me enfadé tanto en las redes sociales por este asunto, (romántica y pasional) que muchos amigos con los que es un placer debatir me dijeron que me lo tomara como un experimento para ver hasta dónde somos capaces de creer cuando se nos manipula adecuadamente. ¡Jolines! ¡Claro que nuestra credulidad puede llegar hasta límites insospechados! ¿Cómo no iba a ser así si la hemos depositado en el criterio de terceras personas junto con nuestra confianza?  Precisamente porque la realidad es maleable, manejable, susceptible de ser cambiada y de ser interpretada de diferentes formas es por lo que necesitamos ayuda y nos apoyamos en líderes de opinión como Iñaki Gabilondo o Jordi Évole y pienso que si ellos son los que me dicen en la cara, de frente, que me pueden engañar están tirando piedras sobre su propio oficio y me obligan a llegar a la terrible conclusión de que si la verdad es tan transformable no hacen falta los periodistas. Si la verdad es una ilusión, no tienen sentido los intermediarios entre la realidad y nosotros. Si la verdad no es verdad, no hay que esforzarse tanto.

Quizá me tomo muy en serio el periodismo, bueno, hay profesiones serias en el mundo y otras que tienen un mayor margen de error. Yo me he sentido como si un cirujano me sacara el corazón sin anestesia y a los cuarenta minutos me hubiera dicho "Tranquila, era una broma para probar tu credibilidad, ahora vamos a hacerlo en serio".
 En defensa de Évole diré que no creo que mienta sistemáticamente como se  ha dicho en las redes sociales, es decir, me creo que la mentira terminó hoy, pero hoy nació en mí otro cabreo: el de pensar cómo va aprovechar la derecha rancia de este país y sus comunicadores este experimento de Évole, que olvidó sólo por una noche que los periodistas están al servicio de la audiencia y no al revés y cuando es al revés no hay que hacérselo saber nunca, por su frágil confianza.